Un pequeño vuelo sobre la obra de Jheronimus Bosch.
EL JARDÍN DE LAS DELICIAS.
No es tan fácil hallar valoraciones estrictamente artísticas sobre la obra de El Bosco, es más el impacto que tiene su hiperrealismo como expresión de la verdadera índole humana. El enorme Dino Buzzati lo llama “El Maestro del Juicio universal”.
“Pero no es solo lo temático, lo onírico, lo fantasmal, aquello que se destaca en El Bosco; es, sobre todo, la factura, tan avanzada para su época, el atrevimiento con las formas, la audacia de la composición, y esto es subrayado por la gran crítica de arte Mia Cinotti: “Lo incisivo de la línea, el colorido extremadamente vario y sutilmente ‘total’, la espacialidad amplia y persuasiva, el vigor formal, la agudeza paisajística”.
Pasen y vean.
El Bosco no deja de cautivar, es un anzuelo que nos captura desde hace más de 500 años. Quienquiera se detenga sobre ella quedará más que asombrado, por eso es un ejercicio interesante contemplarla. ¿Qué cosa podría pasmarnos cuando ya el mundo entero nos provoca estupor? Esta pintura, me parece.
El Medioevo es una época oscura, se dice. ¿Cuál era esa oscuridad? Me atrevo a señalar que “la religión”. Ya estaba escrita LA DIVINA COMEDIA cuando don Jheronimus domaba los pinceles preparando su tríptico famoso: El Jardín de las Delicias. Génesis, Paraíso e Infierno.
Quiero hablar del Infierno, que el artista ha pintado como si fuera un grafitti en un baño. Un baño público ya tiene implícito ese ambiente indecoroso, burdo, repleto de espontaneidades que nada deben a nadie.
De arriba hacia abajo parece quemarse lo que podría ser una ciudad. Lo cierto es que un lugar se quema dentro de una oscuridad en pedazos, quebrada por aguijones de luz como munición sobre un espacio. Aparecen esas multitudes que se esparcen con una marcada desesperación. Gente agachada y escapando pero sin lugares a dónde ir. Algunos bajan otros suben, orejas atravesadas por lanzas escupen un puñal con filo, abajo los aplastados, brazos al cielo, desnudos.
Luego lo que tal vez sea una cáscara de huevo abierta que tiene dos raíces-piernas suspendidas sobre sendos botes con, además, cara y sombrero. Sobre el sombrero redondo una gaita inocente, extrañamente hinchada, no desentona porque no es el único instrumento musical. El rostro tiene ojos que espían. Por ahí un monstruo sentado devora seres humanos que, a continuación, expulsa en una cloaca indescifrable. Por allá un cerdo vestido con ropa religiosa que parece persuadir a un hombre para que firme un documento. Este escenario que podría definirse como “dantesco” rezuma la sensación de ser una inmensa sala de torturas donde la vida humana parece exterminarse.
El Bosco tiene el ojo puesto en lo religioso, en el pecado, la homosexualidad y lo onírico. Lo hace simbólicamente pero los símbolos son elementos tomados de la realidad. Delirio para un cuadro que podría ser contemporáneo y que sin dudas es fuente de lo que siglos después se llamó “surrealismo”.
Parados en esta centuria, mirándonos sin comprender por qué hemos llegado hasta acá, y de esta manera, la pintura del Bosco nos deja una impronta profética. En el 1500 nos advertía sobre un camino que no conducía a nada prometedor, y ya lo estábamos transitando.
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