Los cuentos sin fin de mamá July
Cuando era muy niño nunca me podía dormir sin escuchar un cuento. Lo sabía mi pobre mamá que era la encargada de contármelo. Era una rutina que se repetía todas las noches, en cualquier estación del año.
Luego de cenar, cuando llegaba la hora de ir a la cama, allí iba yo entusiasmado imaginando el cuento que tocaría esa noche. Y detrás de mío, mi mamá, pensando cuál me contaría.
La rutina era siempre la misma: luces apagadas, apenas el reflejo de las lámparas de la calle que llegaban a través de la ventana o de las llamas del calefactor que templaban mi habitación durante los otoños e inviernos; yo acostado expectante y ella sentada a mi lado.
Y así empezaban, como empiezan todos los cuentos: “Había una vez…”
Eran relatos hermosos; de aventuras increíbles y paisajes fantásticos que se componían en mi mente y recién terminaban cuando mis ojos se cerraban. Nunca antes.
Años después, me di cuenta que aquellos cuentos nunca habían sido escritos; que en realidad mi mamá los improvisaba a medida que los iba contando, con la paciencia que sólo tienen las madres, esperando que el cansancio le ganara a mi curiosidad. No había un final o un desenlace. Al menos nunca lo escuché.
Cuando me convertí en padre y un día salió el tema, a propósito del insomnio de los chicos y lo que cuesta que se vayan a dormir temprano, le pregunté intrigado cómo había hecho para que aquellos relatos tan largos y maravillosos se convirtieran en un bálsamo durante mis primeros años de vida.
Y mamá July me miró con esos ojos serenos que tenía siempre. “Son los misterios de los cuentos sin fin –dijo sonriente- No importan cómo terminan sino cómo nos ayudan a soñar”.
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