Mi dulce abuelita asesina
Mi abuela Lala tenía la dulzura característica que tienen todas las abuelas. Cuando mis hermanos y yo éramos chicos, nos cuidaba, nos cocinaba cosas ricas, nos leía cuentos y también nos malcriaba.
Lala vivía con nosotros desde que mi mamá y su hermano formaron sus familias y decidieron no dejarla sola. Así, se repartía entre dos casas: de lunes a viernes estaba en la nuestra y los fines de semana, en la de mis tíos.
La vida no había sido difícil para Lala. Tuvo una infancia sacrificada en su España natal y cuando arribó a la Argentina y formó su propia familia enviudó muy joven, por lo que tuvo que salir adelante como pudo. A Neuquén llegó a fines de los años 40 sin más compañía que la de sus dos hijos adolescentes.
Pero más allá de las dificultades y el carácter fuerte que le había forjado el destino, mi abuela era una mujer cariñosa y dulce. Era común escucharla cantando alguna canción en gallego cuando la “morriña” –palabra que en su lengua significaba nostalgia- la invadía en sus momentos de tristeza, o canturreando alguna melodía más alegre cuando estaba en la cocina, que era su lugar preferido.
Entre fuegos, ollas y sartenes, Lala estaba en su mundo porque no solo le gustaba cocinar de todo, sino que la hacía feliz ver cómo nosotros disfrutábamos la comida.
“Ven Marito… prueba este tuco”, me decía y me ofrecía un trozo de pan para soparlo en una salsa de borbotones espesos. “Mira la tarta que te hice, hijo” “¿Qué quieres comer?”.
Yo la miraba con la admiración que tienen los niños frente a las abuelas que hacen todo lo que esté a su alcance con tal de ver felices a sus nietos.
Pero esa ternura de segunda mamá quedaba a un lado en determinadas circunstancias que también estaban relacionadas con la cocina. Mantenía esa dulzura, pero...
Una de las primeras cosas que hizo mi papá cuando construyó la casa en la calle Tucumán, detrás del cementerio, fue levantar un gallinero en el fondo del terreno. A principios de los 70, Neuquén todavía era un pueblo y no había normativas que prohibían la cría de animales en las zonas menos urbanizadas.
Si bien en mi casa no había necesidades y mis padres tenían un buen empleo, un gallinero en el fondo generaba una buena provisión de huevos y de carne.
Mi mamá se oponía a la iniciativa porque había sufrido una experiencia muy traumática cuando era una niña. Durante su infancia en una estancia de Santa Cruz que administraba mi abuelo, había adoptado como mascotas a dos corderitos que habían nacido en el campo, pero un día desaparecieron misteriosamente.
La explicación que le dio Lala en aquel momento fue que los animalitos probablemente se habían ido con un rebaño que pasó por allí y que estarían pastando felices por las tierras patagónicas, pero mi mamá no quedó conforme ya que presentía que algo malo les había ocurrido. Tal sospecha la confirmó pocos días después, cuando estaba jugando en el galpón de la estancia y encontró colgados los cueros de los dos bichitos que ella amaba. Alguien despiadado los había carneado para comérselos.
Por este trauma que tanto la había afectado, estaba en contra de la idea de mi papá de instalar un gallinero en el patio de mi casa. Pero la propuesta fue a votación y, ante la paridad de opiniones, terminó desempatando Lala.
“¿Tienes ganas de comer un puchero bien sabroso, Marito?”, me preguntó una mañana de otoño después de desayunar. Asentí entusiasmado. “¡Pues vamos a buscar una gallina”!, propuso con una sonrisa. Ir a “buscar una gallina” era un trámite que yo ya conocía y había protagonizado al menos tres veces.
Lala agarró un cuchillo que sacó del cajón de la cocina, me tomó de la mano y nos fuimos caminando hacia el fondo por el pasillo debajo del parral.
Apenas entramos al gallinero comenzó el alboroto. Un gallo se paseaba desafiante como si hubiera tenido intenciones de enfrentarnos, mientras que las gallinas corrían cacareando de una punta a la otra intuyendo que algo grave estaba por ocurrir. Plumas y polvo se suspendían en el aire; un gran caos en un espacio reducido.
No pasaron muchos minutos hasta que logramos acorralar a una de color blanco que –según Lala- ya estaba vieja y había dejado de poner huevos. Yo la sujeté contra el alambrado para inmovilizarla hasta que mi abuela la tomó de las patas.
Luego nos dirigimos al patio de tierra donde había un tronco grueso que no tenía más de 40 centímetros de alto. Allí sobre la madera estiró el cogote de la gallina, mientras yo la sujetaba por los muslos. “Está linda porque tiene mucha carne”, comentó entusiasmada.
Luego alzó el cuchillo y descargó un golpe certero en el pescuezo; inmediatamente hizo otro corte profundo en medio de estertores ahogados que reflejaban la agonía y anticipaban la rápida muerte de la vieja ponedora. Cuando ya no hubo más movimientos ni resistencia, tomó el animal por las patas y lo mantuvo cabeza abajo para que se terminara de desangrar, mientras en la tierra se formaba un charco espeso, oscuro y humeante.
Volvimos a la cocina y Lala puso a hervir agua en una olla enorme. Luego en una pileta del lavadero sumergió varias veces la gallina en el recipiente y comenzamos a desplumarla. “Las vas arrancando con cuidado hasta que no quede ninguna”, me explicó.
Una vez que quedó limpia, mi abuela le cortó el cogote y las patas, volvió a hundir el cuchillo en la carne y le retiró las vísceras. Al mediodía se convertirían en el ingrediente principal de un suculento arroz con menudos.
El sol de la mañana empezaba a invadir la cocina a través del enorme ventanal empañado que le daba al ambiente más calidez del que ya tenía.
Lala agarró una sartén grande y negra que colocó sobre una hornalla, eligió cuidadosamente varias especias para combinar y finalmente dispuso sobre una tabla trozos de cebollas, zanahorias, ajos y morrones que comenzaría a procesar para preparar el almuerzo con los restos de la gallina.
“Ve a jugar afuera si quieres, hijo, que ya me ayudaste demasiado”, me dijo con una sonrisa y un beso.
Luego se puso a cantar a viva voz una canción gallega de esas que tanto le gustaban. Entusiasmada, repetía con énfasis el estribillo que mil veces había entonado desde niña y adolescente, mientras abría la canilla y ponía detergente en una esponja para limpiar el cuchillo ensangrentado.
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