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La insoportable gravedad del ser

Ese silencio me significaba tanto. Y esa escena retorna. Era desaprobación. Distancia. “Es que no entenderías... a tu edad”. Las palabras fluían hasta que. Y yo esperaba. En vano. Hasta que... y ya no más, desistía. Al fin y al cabo había entendido que esa mudez repentina era como un salto en una laguna donde dominaban unos asquerosos renacuajos que por supuesto yo, de ninguna manera, quería conocer... o sí? Entonces ya había comprendido que las palabras tienen edades, que algunas son de grandes, que no decir también es decir. Y jugaba a la rayuela con sus silencios inventando entre ellos sonidos y sentidos. Aunque también estaban los otros silencios. Los míos. Los silencios que los adultos no entenderían y que durante mis noches se llenaban de nombres y colores, como luciérnagas.

La palabra “silencio” también me arrastra de la mano hacia otra escena. La pandemia me sorprende revisando baúles viejos. Aparece un cassette TDK. 1994. Aula Magna de la Universidad del Comahue. “Diálogo de presentación de El silencio Primordial”. Las imágenes me invaden como una lluvia de verano. En el escenario, Santiago Kovadloff y junto a él, una jovencísima yo, su alumna. Y creo, si no me falla la memoria, que ya sobrevenía la tarde. Estábamos dispuestos a un diálogo sobre su reciente libro. Él, generoso y confiado al inminente intercambio. Yo, exaltada, me aferraba a una suerte de mariposas de papeles (mis apuntes de lectura, mis preguntas) que habitadas por un espíritu aventurero sentían más motivación a volar lejos que a verse atrapadas entre mis manos, temblorosas de miedo.


Aquel diálogo comenzó con una apasionada presentación del poeta Héctor Ordóñez. Luego, irrumpió mi voz:


“A.G.: Voy a compartir con ustedes una infidencia... hace unos 5 años, cuando me fui a estudiar a Bs.As. tenía muchos proyectos y aún más ambiciones. Quería aprender a escribir o quería que alguien me dijera que escribía bien. “Casualmente” llegué a contactarme con Santiago, quien estaba empezando a escribir El Silencio Primordial. En nuestro primer encuentro, en su estudio, “vamos a ver si tenés talento”, aclaró luego de escucharme leer mis poemas. “Puede ser que con esfuerzo lleguemos a algún lado. Lo que sí, es cierto es que vas a tener que llegar al silencio o al menos a conocerlo.” ¿Y de qué se trata ese silencio?


S.K.: El silencio que inspira este libro no es el que hay en nosotros sino aquel que nosotros somos. Yo tengo la convicción de que nosotros somos silencio. No somos gente que calla, cuando aludimos al silencio. Cuando callamos no estamos en silencio. Yo creo que nosotros somos silencio porque el silencio en mi experiencia y en este libro implica ser incógnitos. Somos inefables.(...)


A.G : La persona crece y se resiste a encontrarse con lo inefable. ¿Por qué te parece que ninguna cosmogonía representa al hombre en silencio?


S.K.: ¡Qué interesante! Esto es cierto. Hay en la tradición religiosa judía y en la cristiana, sin embargo, un matiz muy rico: el del sábado y el domingo, los días del silencio. El shabat, el sábado, es el día en que se le pide a la criatura que tome conciencia de que él no es obra existencial de sí mismo sino un “puesto ahí en el mundo”, no por su decisión, vaya a saber en respuesta a qué necesidad. El sábado se le pide a la criatura que se retire de la actividad, se le pide ocio. El ocio que se le pide al creyente tiene que ver con la posibilidad de que él no contemple las cosas en función de su utilidad sino en función de su presencia. Es difícil contemplar a las cosas en función de su presencia. A menos que uno se llame Van Gogh para ver otra cosa, la presencia! La presencia abre hacia el problema de por qué están las cosas ahí y particularmente por qué está uno ahí. Es un día para sostenerse con la convivencia con la pregunta acerca del misterio al que abre la pregunta de porqué uno está ahí. Lo mismo ocurre en el cristianismo en el domingo. La dimensión de lo sagrado cubre el tiempo y el tiempo sacralizado es el que no habla de la utilidad sino que vuelve hablar de la presencia. En griego hay una bella palabra, “epifanía”, el resplandor de lo que está ahí.


A.G.: La criatura y el creador y la nada presionando. Esto implica un límite, una dependencia, alguien más allá que te crea. ¿Límite a la omnipotencia? ¿Necesidad de un desconocimiento de sí? Esto lo planteas en todos los capítulos.

S.K.: Es una pregunta muy hermosa. Yo llamo preguntas hermosas a las que nos llaman a movernos en un terreno desconocido. A tantear como un ciego para ver qué se puede añadir a lo que se oyó... Una de las características del pensamiento positivista, que gobierna la cultura occidental con fuerza bien entrado el siglo XX y desde mediados del siglo XIX, está expresado en una idea de August Comte: a mí no me cabe duda de que hay misterios fundamentales, qué hacemos en este mundo, por qué me tocó a mí ser yo, por qué pertenezco a esta realidad y no a otra. Como con todas estas preguntas no podemos llegar a nada, podemos aceptar que son importantes, darles la espalda y dedicarse a lo que se pueda conocer. Entonces él planteó: con lo imponderable no hay nada que hacer. Y tiene absolutamente razón. Yo añadiría apenas que con esa “nada” hay algo que hacer. O mucho. Comte subestima el efecto que la imposibilidad de saber tiene sobre nuestro conocimiento. Porque si es verdad que ante lo que no podemos hacer nada, nada conviene hacer, esa nada hace algo con nosotros. Rebotamos sobre ella y vamos desesperadamente hacia las cosas. Cosa de que no se nos escapen de nuestras manos. Nuestra angustia ante la contradicción es terrible. Nosotros le tememos a la contradicción. “Usted es contradictorio!”. Pero por supuesto, cómo no voy a hacer contradictorio. ¿Acaso sé lo que digo? El temor ante ella es uno de los síntomas que tenemos de la angustia que nos produce lo imponderable. Lo imponderable no está ahí para ser exorcizado a través de la indiferencia o la minusvalía o el menoscabo. Está ahí para que sepamos que hace algo con nosotros. Y si en el conocimiento del mundo discernible podemos tener en cuenta lo indiscernible, es probable que sepamos más. Fíjense cómo trasladamos al lenguaje las presunciones omnipotentes de nuestra situación frente al universo y frente al mundo. Decimos frente a una persona “es encantadora” o “encantado de conocerla “cuando recién la vimos! Ya sé lo que queremos decir pero decimos esto. No le damos tiempo al encantamiento para que sobrevenga, lo presuponemos. Porque es una forma de aligerar la angustia ante lo desconocido que está ahí.


A.G.: El lenguaje humano versus el divino. Dios cuando crea al hombre lo hace con la palabra, el verbo...


S.K.: Claro, digamos en la Teología se ve bien claro esto. Para Dios, hablar y obrar es lo mismo. Cuando Dios dice, hace. Nosotros hablamos desde otro lugar, hablamos para ver si las cosas pueden coincidir con lo que decimos. Queremos que las cosas quepan en el lenguaje. Hablamos para expresar el deseo de acercamiento a las cosas. Lo dice Borges en un poema: hablando de un libro de Platón que se llama “El Cratilo” que estudia el lenguaje.“Si como dice el Griego en El Cratilo, el nombre es el arquetipo de la cosa cabe la rosa en la palabra rosa y el río Nilo en la palabra Nilo.” Ahora bien, si el nombre no es arquetipo de la cosa, he ahí lo que somos. Somos el anhelo de que quepa en el lenguaje la cosa, somos la nostalgia de las cosas, eso es el lenguaje.


A.G.: ¿Y el enmudecimiento entonces? Lo desarrollas en el capítulo sobre el silencio monástico.


S.K.: Hay otro más allá de mí y en mí; uno se ve ofrendado a otro que no conoce, uno es un ser finito, un ser para la muerte; en esos sentimientos el hombre se ve que se desconoce y enmudece. El silencio es el de uno que enmudece frente a eso que no maneja y que le asusta.


A.G.:¿Pero habría una manera de poder hablar, no? Hablemos del silencio amoroso. Habría un mensaje de libertad, un darle sentido al silencio a través de la caricia.


S.K.: Creo que coincido con vos. La diferencia básica entre la caricia y la presunción de posesión es interesante: la caricia reconoce el límite de las posibilidades de pertenencia. Desplazarse sobre la piel del otro conteniendo el puño es haber admitido que allí hay algo irreductible. Estas páginas que cierran el libro las escribí con una enorme felicidad. En toda composición de una obra hay momentos de enorme felicidad. Tal vez no siempre cuando tenemos la presunción de haber dicho lo que debíamos sino de habernos acercado a las cosas que podían ser dichas. Como la caricia en tanto gesto, el gesto más elocuente del que aprendió a convivir. Que sabe que no puede adueñarse, que se ofrenda. La caricia es la elocuencia de lo inexpresable…”

Siento que estas palabras rozan lo indecible e irradian el efecto del encuentro. La trayectoria de ese movimiento me acaricia. Algunas palabras silenciosas se mueven y respiran en nuestros cuerpos. Pero sobre ese movimiento y ese aire comenzaremos otra conversación...

Aleli Gotlip

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