La vida infeliz de una mujer hermosa
Todos en el pueblo admiraban su belleza, su rostro de ángel, sus facciones delicadas, ese andar elegante que contrastaba con sus raíces campesinas. A cada elogio que recibía ella se sonrojaba. "¡Quanto sei bella Clelia!", le repetían. Ella respondía con una sonrisa tímida que la hacía más hermosa todavía.
Se llamaba Clelia Montechiari, hija de mi tatarabuelo Pacífico y mi tatarabuela Palma, que nació y vivió en Macerata, Italia, a fines del siglo XIX.
Fue una de las menores de los doce hijos que integraban el familión que había formado la pareja en un campo arrendado en inmediaciones de esa ciudad de origen medieval.
No fue una infancia fácil para Clelia ni para el resto de sus hermanos. El trabajo rural para ayudar a sus padres era cansador y los sueños de una vida cómoda y tranquila eran las mismas utopías que tenían todos, tanto en el campo como en el pueblo, especialmente en las familias más humildes.
Dos de sus hermanos, Pasquale y Enrico, habían emprendido la gran aventura de viajar a "la América" cuando apenas eran unos adolescentes, pese a la tristeza y resignación de Pacífico y Palma. Pocos años después Blandina, otra de sus hermanas, conoció a Samuel Cippitelli, un hombre mayor que ella que le propuso matrimonio y también le ofreció ir a vivir a la Argentina. Blandina fue la madre de mi abuelo Mario y la abuela de mi papá Héctor.
Las tres ausencias en la familia generaron una gran desazón en Clelia. Sus hermanos habían logrado irse de Macerata en busca de otros mundos y destinos y ella seguía ahí, trabajando en el campo, recorriendo las calles del pueblo y recibiendo elogios por su belleza, acaso la única y repetida gratificación para aplacar sus pesares. Pero ¿de qué servía ser una mujer hermosa sino era feliz? ¿Qué posibilidades tendría de conocer a alguien que le diera una vida mejor o que le permitiera traspasar las fronteras de esa eterna aldea nacida en los confines del tiempo?.
Cuentan que todo cambió –al principio para bien y luego para mal- cuando conoció a un médico psiquiatra que trabajaba en el hospital local y que gozaba de un alto prestigio social en el pueblo.
Nadie puede afirmar que Clelia se haya enamorado de él; tal vez vio en esa persona la posibilidad que tanto soñaba, la de encontrar una vida mejor, de poder conocer otros destinos de maravillarse con otros mundos. De lo que sí es seguro que el hombre cayó subyugado por su belleza el primer día que la vio, aunque con el correr del tiempo aquel amor profundo se convirtió en una obsesión y en un calvario para la hermosa jovencita.
Primero llegaron los reproches cargados de celos cada vez que ella salía a caminar por el pueblo con sus aires angelicales arrastrando miradas varoniles y cosechando los cumplidos de siempre. Después siguieron las prohibiciones para que no lo hiciera sin el consentimiento de su marido hasta que finalmente el delirio derivó en un encierro dentro de su propia casa.
Aquellos celos patológicos de ese hombre que al principio parecía un buen hombre, también incluyeron agresiones verbales y físicas. Derivaron en bofetadas y golpizas ante cada reclamo de libertad que hacía la joven encarcelada, cuyos sueños se habían transformado en una pesadilla y su belleza se había convertido en una condena.
Cuentan las viejas de la familia que un día Clelia tomó la decisión más importante de su vida y se escapó. Nadie sabe bien cómo fue, pero en un acto de valentía alentado por la desesperación tomó unas pocas pertenencias y huyó hacia Francia.
Dicen que en tierras parisinas trabajó como modelo, como dama de compañía… Dicen lo que se acuerdan, lo que les contaron o se enteraron, aunque no pueden afirmar con certeza que la muchacha de mirada angelical haya encontrado finalmente la felicidad que tanto buscaba.
De Clelia quedan los recuerdos trágicos y tristes, un final que parece inconcluso y el único retrato que quedó de ella, que ilustra este relato y que fue tomado en un estudio de fotografía en 1892.
En la imagen se la ve posando serena, apoyada en una silla, con un vestido blanco con puntillas, un peinado prolijo, su media sonrisa cargada de timidez y sus ojos mirando a un punto perdido.
Acaso en ese instante antes que el fotógrafo disparara su cámara estaba pensando en aquel mundo ideal y feliz con el que tanto soñaba; en ese mundo imaginario y esquivo que tal vez nunca encontró.
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