La vereda de Asunción
- layaparadiotv
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El día que murió Asunción López nadie en el pueblo se sorprendió por la noticia. Los casi 500 habitantes que vivían en villa La Calma sabían que la pobre venía con problemas de salud. Y que además tenía 97 años.
Lo que sí generó cierta inquietud entre los vecinos fue que, dos días después del entierro y en pleno otoño, la vereda seguía libre de hojas -impecable como a ella le gustaba- y que en una de las ventanas de la casa permanecía impávido Casimiro, un gato viejo que acompañaba a la anciana desde siempre.
Asunción no había dejado descendencia y vivía sola en ese chalecito de tejas rojas, paredes blancas y dos ventanas que daban a un pequeño patio delantero con baldosas en forma de damero que terminaba en una medianera baja con un portoncito de rejas.
Doña Asu -como la llamaban los vecinos de la cuadra- llevaba una vida discreta, de perfil bajo. No era demasiado expresiva las pocas veces que se relacionaba con la gente y siempre pasaba desapercibida, salvo por una cuestión: su obsesión por mantener la vereda limpia cada vez que llegaba el otoño.
Todos los días, casi religiosamente, Asunción salía temprano con la escoba y se ponía a barrer con paciencia hasta comprobar que no quedaba una sola hoja. Y así pasaba concentrada en su tarea todo el tiempo que fuera necesario. Solo levantaba la vista cada tanto para mirar a Casimiro que parecía supervisar el trabajo desde la ventana.
- ¿Para qué barre la vereda si mañana va estar otra vez tapada de hojas, Doña Asu?
- Porque me gusta que la vereda siempre esté limpia.
- ¿Por qué no consigue a alguien para que le barra la vereda, Doña Asu, así se evita el esfuerzo?
- ¿Quién le dijo que es un esfuerzo? A mí me entretiene barrer la vereda.
Esa primera inquietud del vecindario se convirtió en una gran preocupación cuando, cumplida la semana de la muerte de Asunción, la vereda seguía impecable, libre de cualquier hoja amarilla, y Casimiro permanecía mirando desde la ventana como si nada hubiera ocurrido.
- Debe haber venido algún familiar de algún lado para hacerse cargo de la casa y el gato.
- No lo creo. La pobre no tenía familiares. Siempre decía que había quedado sola en este mundo.
- ¿Y si hacemos una reunión con los demás para ver qué opinan?
La primera reunión con todos los vecinos de la cuadra se realizó en la biblioteca del pueblo y después de escuchar muchas propuestas terminaron aprobando la de Don Yiyo, el cerrajero. Una comisión de tres personas iría a la casa de Asunción para tocar el timbre en distintas horas del día. Si no contestaba nadie, abrirían la puerta con una ganzúa para comprobar que la vivienda estuviera deshabitada.
Al día siguiente, las tres veces que fueron al domicilio de la difunta nadie contestó. El único aparente morador era Casimiro que los miraba del otro lado de la ventana.
Don Yiyo abrió el portón de rejas después de escarbar la cerradura con la ganzúa y los integrantes de la comisión ingresaron al patio delantero. Antes de acercarse a la puerta principal, golpearon las manos un par de veces, pero nadie contestó, por lo que el cerrajero volvió a aplicar su técnica en la otra cerradura.
Apenas ingresaron al living las tres personas quedaron sorprendidas por la prolijidad que había en el interior. Los muebles estaban relucientes igual que el piso de pinotea; cada adorno de una enorme estantería estaba delicadamente acomodado sin siquiera una mota de polvo. De la misma manera se veían los cuadros, lámparas, mesa, sillas y un viejo sofá. Indiferente a los intrusos, Casimiro seguía sentado en la ventana mirando hacia el exterior.
Así recorrieron cada rincón del chalecito tratando de buscar algo que ni siquiera sabían qué era, pero no hubo caso. Todo estaba en orden, impecable, como si alguien hubiese dedicado horas enteras a las tareas del hogar; como si la casa no hubiese estado deshabitada en ningún momento.
- Es como si doña Asu estuviera viva...¡Hasta el gato tiene comida y agua fresca!
- Es increíble, pero tiene que haber una explicación…
- ¡¿Pero qué explicación?!
- ¿No será el espíritu de esta pobre mujer que se niega a abandonar el mundo de los vivos?
El rumor de que el espíritu de Asunción López se había aquerenciado en su hogar se expandió rápidamente por todo el pueblo no solo porque la historia sonaba inquietante sino porque la evidencia era abrumadora: a un mes de fallecida la mujer y avanzado el otoño, la casa de tejas rojas era la única de la cuadra que permanecía con la vereda limpia.
Todos los días decenas de personas desfilaban frente al chalecito como si se tratara de una peregrinación. Lo hacían en silencio y con prudencia. Algunos se persignaban y repetían alguna oración religiosa en voz baja; otros se hacían los distraídos y caminaban rápido como si hubiesen pasado por allí de casualidad. Todos recién levantaban la vista cuando terminaban de cruzar la casa. Nadie quería estar mirando por si en ese momento se materializaba de golpe el espíritu de Asunción. Mucho menos, cruzarse con los ojos de Casimiro que, con la misma expresión de siempre, contemplaba el paso de los curiosos.
- Usted es el comisario del pueblo, García. No me diga que también cree que el espíritu de esta mujer sigue dando vueltas en esa casa.
- Entiendo, señor intendente. Pero en esa casa -supuestamente- no hay nadie y la vereda aparece limpia todos los días cuando el resto está tapadas de hojas. Algo pasa…
- ¿Y no cree que una buena explicación sería que los árboles que están en esa vereda dejaron de tirar hojas vaya uno a saber por qué? ¿No sería una buena idea hacer correr ese rumor para que la gente deje de andar temerosa creyendo en todo tipo de pavadas?
- Sí, pero… ¿Qué explicación tiene el gato?
Harto de no encontrar respuestas y tratando de entender lo inentendible, el intendente convocó a todo el pueblo a una reunión que se concretó el siguiente domingo a las 17 en el salón de usos múltiples del Club de Bochas.
Una hora antes de que se pactara el encuentro ya había vecinos esperando en la vereda por temor a quedarse sin lugar y no hablaban de otra cosa más que del misterio de la casa de Doña Asunción.
Con el correr de los minutos se fueron sumando uno y otro hasta que tanto la vereda como la calle a lo largo de dos cuadras quedó atestada de gente. El salón había quedado chico, por lo que muchos permanecieron afuera escuchando lo que ocurría en esa asamblea a través de dos pequeños parlantes que se habían instalado en la fachada del club.
- Los convoqué porque soy el intendente y como máxima autoridad del pueblo estoy preocupado por este tema de la casa… En realidad, no estoy preocupado por la casa, sino porque ustedes…
- ¡¡¡Doña Asu no murió!!! ¡¡¡Está viva!!!
- ¡¡¡Esa casa está embrujada, intendente!!! ¡¡¡Dígalo de una vez por todas!!!
- ¡¡¡El espíritu de doña Asu nunca va abandonar esa casa!!!
- ¡¡¡Algo malo va a ocurrir en el pueblo!!!
A medida que se escuchaban las hipótesis de los vecinos, el ambiente se volvía más tenso, al punto que cada vez que el intendente intentaba poner calma para decir una palabra era interrumpido a viva voz por alguno que lanzaba su propia explicación o proponía soluciones drásticas y a veces, hasta disparatadas.
- Yo les pido que nos escuchemos todos porque así a los gritos….
- ¡¡¡Doña Asu se reencarnó en el gato, intendente, y nos está vigilando desde la ventana!!!
- ¡¡¡Hay que exorcizar a ese gato!!!
- ¡¡¡Tiremos abajo la casa y construyamos una plaza!!!
A los diez minutos de iniciada la asamblea, el griterío en el salón del club de Bochas era ensordecedor y las propuestas eran cada vez más descabelladas y -algunas- hasta aterradoras.
- ¡¡¡Desenterremos el ataúd para ver si el cuerpo de doña Asu sigue allí!!!
¡¡¡Crememos los restos de doña Asu y tiremos las cenizas bien lejos, en el campo!!!
- ¡¡¡Sacrifiquemos al gato!!!
Pero en el medio del bullicio y cuando la reunión ya parecía estar completamente descontrolada, una voz que llegó desde el fondo logró imponerse sobre las demás.
- ¡¡¡Silencio!!! ... ¡¡¡Silencio!!! ¿¿¿¡¡¡Están escuchando lo que dicen!!!???
Todos los presentes se dieron vuelta para ver quién era el dueño de esa potente voz que sobresalía en el griterío.
Era el padre Juan, el curita del pueblo que, lejos de su acostumbrado tono dominical de misa se alzaba ahora con un potente sermón a través de un vozarrón hasta ese momento desconocido para los vecinos.
-Así que tienen miedo… ¡Miedo deberían tener por las cosas que están diciendo! ¿Alguno sufrió una tragedia desde la muerte de Asunción? ¿Alguna pérdida importante? ¿Algún hecho desagradable? ¡¡¡Contesten!!!
- …..
- ¿A alguno le ocurrió algo extraño mientras caminaba por la vereda sin hojas?
- ….
- ¿Alguno de ustedes puede creer en una reencarnación aterradora de esa mujer que siempre fue una buena vecina con todos? ¡Siempre fue amable! ¡Siempre estuvo a disposición del que la necesitara!
- ….
- ¿A alguno le molesta que la vereda esté limpia en el otoño? Digan la verdad. ¿No será que les molesta porque las veredas de sus casas están tapadas de hojas porque no las barren?
El silencio se había expandido tanto en el salón como entre el gentío que escuchaba todo desde la vereda.
- ¿Entonces qué propone, padre? ¿Qué vivamos como que nada hubiera pasado?
- Lo que propongo es que vivamos en paz, como lo hacíamos antes de la muerte de Asunción. Propongo que ahora pensemos en ella rescatando los mejores recuerdos, que todos la imitemos barriendo nuestras veredas para que el pueblo se vea más limpio y bonito, que no pensemos en nada raro, que si su espíritu sigue allí es porque está feliz y cómoda en el hogar donde siempre vivió.
¿Saben algo? Asunción amaba el otoño, lo disfrutaba en las tardes lluviosas y grises tomando el té y escuchando música en compañía de su gato. Y seguramente murió feliz en la estación que más le gustaba. Créanme que la muerte de una anciana no es mala ni trágica. Es natural y a la vez, maravillosa. ¿Qué sentido tendrían nuestras vidas si no existiera la muerte? ¿Con qué motivación emprenderíamos algo si tuviéramos la certeza de la eternidad?
El sermón del padre Juan fue breve, pero contundente. Todos los presentes se quedaron mirando entre ellos (algunos avergonzados por lo que habían dicho) y así, de a poco, fueron abandonando la sala en silencio.
Durante los días que siguieron, Villa La Calma fue recuperando sus costumbres rutinarias y su cadencia pueblerina de siempre. A la mañana temprano hombres y mujeres salían a barrer sus veredas con la misma dedicación que lo hacía la anciana. Los que pasaban caminando por la calle de Doña Asu miraban su casa con una sonrisa. Inclusive algunos saludaban alegremente al gato Casimiro que permanecía inexpresivo en la ventana, como si nada raro hubiera ocurrido.
Y así avanzó el otoño derramando hojas muertas y pintando el paisaje urbano con su paleta de ocres naranjas y amarillos. Y así también llegó y avanzó el invierno con sus días fríos y las lloviznas persistentes que contrastaban con los humos de las chimeneas, los vidrios empañados y la calidez de los hogares.
Todo cambió el día que los árboles del pueblo quedaron desnudos por completo, sin más hojas que ofrendar. Y mucho más cambió cuando el agua del cielo terminó por limpiar cada una de las veredas sin necesidad de barrerlas.
De golpe, todas las casas se uniformaron bajo un mismo estilo. Todas quedaron pálidas, limpias, húmedas y cargadas de historias y de vida, salvo la de Asunción López que, de un día para otro y por primera vez, quedó completamente vacía, sin siquiera la presencia del eterno Casimiro en la ventana.
La llegada de la primavera marcó un cambio en el ánimo de los vecinos. Con la aparición de las flores y los primeros brotes de los árboles también llegaron los bailes de estudiantes, las fiestas, las plazas con los picnics y las actividades al aire libre que terminaron por borrar los recuerdos recientes y nostálgicos, aunque misteriosos e inexplicables.
Los habitantes de Villa La Calma estaban felices disfrutando las bondades de la nueva estación y solo pensaban vivir la vida y el presente. Se los notaba alegres en sus rostros y sus modales; amables y solidarios en sus relaciones con el resto del pueblo.
No tenían intenciones de preocuparse con pensamientos raros. Ni siquiera se les cruzaba por la cabeza imaginar qué ocurriría el próximo otoño.
Mario Cippitelli
(Dedicado a todas las Asunciones que todavía barren las veredas. Y también dedicado a todas las personas que disfrutan con intensidad y alegría el otoño de sus vidas)
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