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La Aripuca y la memoria

La familia Waidelich (descendientes de pioneros alemanes) y sus tres hijas se mudaron a Iguazú en 1998 para construirla. Para ello vendieron dos autos, una casa y alquilaron una grúa para levantar los troncos.En sólo tres meses La Aripuca estuvo lista, aunque detrás de todo eso hubo un pesado trabajo de nueve años recolectando troncos de diversos orígenes

*Fuente: Julián Varsavsky


Dos inmensos troncos secos determinan el umbral de este espacio temático, de frondoso verde, preparado para el turista. La temperatura es agradable, estamos de visita en La Aripuca, Puerto Iguazú, Misiones.



Una aripuca o arapuca es una trampa artesanal usada por los guaraníes para cazar aves y monos y otros animales pequeños. Normalmente tiene una altura de menos de un metro. Es una especie de pirámide hecha con palos amarrados y permite capturar vivas a las presas, sin herirlas. ¿no usamos esas trampas alguna vez para jugar a que cazábamos?


Tenemos ante la vista una réplica, pero claro, más grande, con cerca de 17 metros de altura y más de 500.000 kilos de peso, armada con unas 30 especies de troncos de la selva misionera. Muchos de ellos se compraron en aserraderos o se recuperaron de chacras, ya sea derribados por alguna tormenta o simplemente por haber cumplido su ciclo vital, nos cuenta el guía. Nuestra mano por sí sola se acerca a tocar esos troncos y maderas que tienen la fuerza de un lenguaje sembrado, el lenguaje de la selva desolada que ha dejado aquí una parte de su memoria.


Son especímenes con más de doscientos años, restos originales. También aprendo, gracias al guía, que la flora del Parque Iguazú no es la original puesto que hubo que desmontar lo que había antes de emplazarlo. O sea que lo que hoy se ve (árboles, plantas, flores) no tiene más de 150 años de vida.


Desmonte, esa palabra de jugo amargo marca una historia que comenzó allá, cuando la oreja del adelantado Alvar Núñez Cabeza de Vaca se sintió curiosa de aquel fuerte rumor venido de nadie sabía dónde. Allí, el día en que las plantas del conquistador español, con tamaño apellido, se posaron sobre la hojarasca y sus ojos vieron las espumosas aguas, ese día o tal vez antes, empezaron los troncos a estremecerse porque venía a cumplirse la codicia. Y cambió el destino de los nativos de estas tierras.


En esta construcción que tiene algo de pagoda china, encontramos el cedro misionero, el lapacho, el timbó, el ybira-pitá, el pino Paraná o cury, el guatambú, el peteribí, el anchico, la palmera, el cedro maco, el incienso, el laurel blanco y el laurel negro, el palo rosa, la cancharana, el rabo-itá, la maría preta, la mora blanca y el urunday, que ponen nombre a los dolores de la herida que sufrió (y aún sufre) la selva.


En La Aripuca hay un lugar cedido a los guaraníes donde ellos venden sus artesanías. Es muy difícil dialogar, son tímidos o desconfiados, no lo sé, tienen la mirada siempre baja, responden con monosílabos. Están allí día tras día, detrás del murmullo que los une y no comparten. Se les ha entregado ese espacio. Ninguna comunidad indígena conquistada en América fue incorporada a las comunidades coloniales, no ha cambiado nada.


A la llegada de los españoles, los guaraníes ocupaban buena parte de la Cuenca del Plata, un inmenso territorio definido por los ríos Paraná, Paraguay y Uruguay con sus afluentes. Eran guerreros, cazadores y recolectores.

En el lugar hay otra tienda de regalos y recuerdos del Iguazú, (cueros, muebles, ropa, accesorios, mates, carteras, cuchillos, etc.), un pequeño patio de comidas, una pareja baila una zamba con músicos en vivo.


La Aripuca es memoria de la madera, del agua, de las frondas, de las tierras vírgenes, del derribo. Nos interpela, nos pregunta.



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