Jorge Luis Borges en el recuerdo
Layapaweb comparte este recuerdo del destacado periodista argentino Hugo Asch, el reportaje a un grande de la literatura universal: Jorge L.Borges. 1986 -14 de junio - 2021
POR QUÉ SOY DE BORGES
Antes de leerlo, desayuné con él en su departamento de Maipú. Tenía 18 años y hacía mi primera nota para Siete Días. Llegué, con una melena impresentable y unos anteojitos de color marrón, onda Lennon. Mi misión, pedirle alguna redacción de colegio primario. Algo tipo “Composición, tema: la vaca”. Lo esperé un rato y apareció con su traje impecable y su bastón. El sonreía. A mí me temblaban las piernas.
Tolerante con mi ansiedad, cortés hasta lo infinito, me dijo que desdichadamente jamás había tocado ese tema en su niñez, pero que si era tan amable de pasar por la casa de su hermana Norah, ella podía prestarme uno de sus libros favoritos, lleno de animales y de sus propios dibujos, con cerrillas de colores.
Fanny nos acomodó en la mesa. “Me gustaba dibujar tigres amarillos”, me dijo mientras mezclaba corn-flakes en una taza de leche y apoyaba la cuchara en su carpeta con el dibujo de la Union Jack. Yo tomé mi té con leche, comí todas las medialunas y me fui con el ego inflado hasta el infinito, luego de que Borges elogiara mi nombre. “Es corto, muy literario, fácil de recordar. ¿Tiene usted sangre judía? ¿Una parte? Ah... yo también. Qué privilegio ¿verdad?”.
Borges podía negarle un reportaje el New Yorker pero bien podía desayunar con un jovencísimo cronista inexperto y bastante ignorante como yo. Se lo permitía todo.
A partir de esa mañana, siempre me atendió cuando lo llamé por teléfono para pedirle su opinión sobre cualquier tema.
Un día, después de contestarme algo sobre el libro de poemas que le habían editado a Guillermo Vilas (“No conozco la obra del señor Vilas –dijo– pero si la gente habla tanto de él, algún mérito tendrá.”), se quejó con amargura del mote de “cipayo” que gran parte de la intelectualidad de los ’70, con la clásica desmesura de la época, le había endilgado. “¿Cipayo? ¿Será que nadie me ha leído? ¿Cómo pueden decir que mi obra es... cipaya?”
La última vez que lo vi estaba sentado en una mesa de la confitería de Córdoba y San Martín, solo, seguramente esperando a alguien, con un té con leche a medio tomar. Me senté en una mesa cercana y me quedé un rato largo, mirándolo.
Y pensé: “Estoy respirando el mismo aire que él. Un hombre que sobrevivirá a la muerte, alguien del que se seguirá hablando por siglos”. Me fascinaba esa idea.
Unos meses más tarde, el 14 de junio de 1986 pasé de las góndolas del Carrefour de Vicente López a un avión, rumbo a Ginebra. Borges había muerto. Llegué a Suiza, pasé por la casa en el casco antiguo donde vivió hasta que lo internaron. Busqué a María Kodama. Hablé con ella. A la mañana, fui a la ceremonia de su entierro.
“El gran forjador de sueños duerme ahora, bajo un mar de pétalos blancos”. Así empezaba mi nota para la revista 'La Semana', de Perfil. El órgano de la catedral de Saint Pierre tocaba una dulce melodía. Hablaron Pierre Jaquet, cura de la parroquia de Saint Mare, y el pastor protestante Edouard Montmollin. Las dos religiones de la familia Borges.
Después, lentamente, el cortejo se dirigió al cementerio de Planpalais, en la rue Des Rois, donde descansan, entre otros, Calvino y Alberto Ginastera.
El ataúd de madera clara se hundía lentamente en la tierra mientras llovían flores. En la cabecera del foso, una sencilla cruz de madera con una inscripción metálica, “Borges”. Me quedé en un costado, observando a María Kodama, vestida de blanco, como lo indica la tradición del luto oriental, pañuelo en mano, silenciosa.
Unas horas antes, al mediodía, me había contado que no bien llegaron a Ginebra, Borges quiso recorrer la Vielle Ville. Se paraba en una esquina y preguntaba con una sonrisa tierna dibujada en el rostro, señalando cada detalle como si volviera a ver a la Ginebra de su adolescencia.
¿Allí, la vieja cúpula?”. “Enfrente, el reloj”. “Y más acá el banco largo de la plaza, bajo las ramas del viejo árbol, ¿verdad?”
Allí me quedé, hasta que todos se fueron.
Entonces me acerqué a la fosa. El Maestro y yo, como en aquel desayuno, el de la primera vez, cuando todavía no imaginaba que me pasaría el resto de mi vida leyéndolo.
Secándome la última lágrima, con una felicidad feroz, dejé caer la última flor.
Un lujo que me regalaba más la vida que mi profesión. El último adiós al inmortal forjador de sueños.
La Yapa
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