El carnicero, su esposa y su amante (y mi abuela)
Mi abuela Lala era una mujer de mucho carácter. Quizás el destino la había forjado de esa manera, como a tantas que nacieron a principios del siglo pasado y tuvieron que abrirse camino a costa de trabajo y sacrificios. Una mujer dura, de agallas, como muchas de aquellos tiempos.
Apenas llegó a Neuquén a fines de la década del 40, enviudó. Y todo se hizo más difícil para ella. Sobrevivir, criar sola a dos hijos en un pueblo que no conocía, la marcó a fuego. Siempre tuvo un temperamento fuerte, hasta que murió de vieja, cuando estaba por cumplir los 90 años.
En esa Neuquén de mediados del siglo pasado todos se conocían y las historias de unos y otros eran moneda corriente, tanto las buenas como las malas. Los chismes iban y venían. Nadie estaba a salvo de las habladurías. Era cuestión de que se echara a correr un rumor para que en cuestión de horas se enterara todo el mundo.
Desde hacía tiempo era vox populi en el pueblo que un carnicero –hombre grande y ya casado- era un verdadero Don Juan con las mujeres. Se trataba de un tipo gentil, amable y de buena presencia, pero piropeador y salamero como pocos. Un picaflor de aquellos, como decían entonces.
Tanta fama se había ganado, que hasta se decía que tenía una amante que siempre lo iba a visitar al local y que el hombre, aprovechando los momentos sin clientela, liberaba sus pasiones detrás de las medias reses que colgaban detrás del mostrador.
Lala se había enterado de aquel rumor y estaba furiosa con la actitud del tipo, aunque a veces dudaba sobre aquellos comentarios que corrían por el vecindario. “Tal vez no eran ciertos y sólo se trataba habladurías de chusmas”, pensaba. Pero… ¿y si realmente era así?.
Un día mi abuela fue a la carnicería en cuestión para hacer las compras de rutina y se encontró con un cuadro dramático; una situación que nunca se hubiera imaginado. Parecía una escena más propia de las novelas de ficción que de la vida real. La esposa del carnicero estaba furiosa insultando a los gritos a su marido, mientras lo golpeaba con las manos, con más impotencia que fuerza. Desencajada de bronca, le pegaba y le decía de todo, mientras el tipo apenas intentaba protegerse. Estaba sorprendido y callado. Muy cerca, una mujer miraba horrorizada, casi escondida en un rincón.
Inmediatamente Lala comprendió lo que estaba ocurriendo. Aquellos rumores que circulaban en el pueblo finalmente eran ciertos. La mujer había llegado a la carnicería sin avisarle a su marido y lo había encontrado in fraganti y a los arrumacos con esa intrusa.
Mi abuela quedó paralizada frente a esa escena tan fuerte. Pensó unos segundos y aunque aún estaba impactada por aquella situación, decidió intervenir ante lo que podía convertirse en un verdadero drama.
Primero cerró con llave la puerta de la carnicería. Luego se dirigió hasta el mostrador, tomó un garrón pelado de vaca que había en un costado y se dirigió a la desdichada esposa “Mejor dele con éste a ese desgraciado”, le dijo ofreciéndole el hueso pesado. Confundida, la mujer dudó, pero finalmente le hizo caso. Y arremetió contra su esposo. Inmediatamente, Lala tomó otra pieza de carne grande que había en el exhibidor y también atacó al carnicero infiel, mientras la mujer que estaba en un rincón aprovechó el revuelo, corrió hacia la puerta, la abrió y huyó.
Nunca supimos a ciencia cierta cómo terminó la historia, más allá de la paliza de huesos y carnes que recibió el tipo de parte de su esposa y de su inesperada aliada justiciera, mi abuela. Tampoco cómo siguió.
Cuentan los chismes del pueblo que a partir de ese dramático día el carnicero cambió su actitud y reanudó el despacho de mercadería como lo hacía siempre, pero de manera más sobria y formal.
Dicen que aquella dura lección lo hizo dejar atrás sus costumbres de Don Juan, sus piropos enamorados y sus miradas pícaras. Y que definitivamente abandonó aquellos encuentros furtivos, locamente apasionados, abrazando y besuqueando mujeres prohibidas bajo el amparo de su negocio y la discreta presencia de las medias reses.
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