Felipe, el optimista
Cada vez que alguien comienza a discurrir acerca de los imposibles de la vida, recuerdo a Felipe. Pintor, albañil, costurero, cocinero aficionado, Felipe era especialmente talentoso en el optimismo. No había tarea que no emprendiera, sin vincular, jamás, el hecho con su resultado. Creo que no le importaba, y, tal vez, en eso radique buena parte de la obtención de la felicidad, que nos suele ser tan esquiva.
Felipe, por ejemplo, se especializaba en bailar música que no era bailable. Con ese ardid había esquivado el mote de mal bailarín. Si la orquesta interpretaba un tango, Felipe se sentaba inmediatamente. Pero salía disparado al conjuro de alguna pieza experimental, tan poco melodiosa como un martillazo en la noche.
Cobró cierta fama, incluso, protagonizando disparatados bailongos en coquetas salas colmadas para escuchar un concierto con obras dodecafónicas. Lo suyo era lo politonal, el caos, la confusión más aterradora.
En su corta pero rica vida, pasó a la historia por monumentales engaños al buen gusto en paredones interminables y muros de viejas casonas refaccionadas. La paleta de colores de Felipe era, obviamente, ecléctica y alejada de los cánones. Esa cualidad le valió ser contratado por magnates aburridos que pretendían dar una nueva nota a sus vidas hartadas de placeres y excesos fáciles. Felipe les pintaba las residencias y las transformaba en obras maestras de la singularidad.
Llegado el caso, o la oportunidad, el optimismo de Felipe lo sacaba indemne. Así, pudo complacer a unas cuantas ricachonas con el desarrollo nunca visto del arte amatorio sin la consumación final. El lo presentaba como sexo tántrico, la búsqueda del placer en la suavidad y la lentitud, y ninguna de sus ocasionales y generosas amantes descubrió que en realidad Felipe oscilaba casi siempre entre lo precoz y la flaccidez extenuadora, y, a veces, las dos cosas juntas.
Pero, su puesta en escena era tan convincente, que seguramente habrá pasado a la historia como uno de los grandes amantes, un Casanova del subdesarrollo vernáculo, con perdón de la palabra.
Otra de sus estrategias era la desaparición sin aviso. Llevó esa técnica maravillosa del ilusionismo al extremo de desaparecer de su propio velorio. Según dicen, en la tumba de Felipe, distinguida por una gigantesca lápida de mármol de Carrara, donada por una de sus ex amantes, no hay nada. Y se fantasea con que Felipe en realidad está vivo, practicando su natural optimismo en alguna isla del Caribe.
En fin, que Felipe fue un grande, si uno considera su historia sin someterse a los estrictos procederes de la categorización de personas del pasado. No es muy conocido, pero lo mismo pasa, por ejemplo, con Macedonio Fernández, quien, para muchos, es solo una invención de Jorge Luis Borges, oculta por la inefable capacidad de María Kodama.
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