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Encuentros en La Habana y Buenos Aires con el escritor cubano Pablo Armando Fernández

El periodista Pablo Montanaro recuerda sus diálogos con Pablo Armando Fernández, uno de los escritores más importantes de Cuba, quien falleció el pasado 3 de noviembre. También se publican algunos poemas de Fernández.



El 3 de noviembre me enteré por las redes sociales de la muerte de Pablo Armando Fernández, uno de los escritores más importantes de Cuba, quien no solo brilló por su obra literaria en la poesía y la novela, sino por su actitud patriótica y revolucionaria. “Muere uno de los escritores más queridos en Cuba”, tituló uno de los portales de la Isla y agregaba que en 1996 el Ministerio de Cultura de Cuba le otorgó, por la importancia de su obra, el Premio Nacional de Literatura.


A Pablo Armando Fernández lo conocí en 1995 en La Habana, Cuba, cuando asistí a un Encuentro de Poetas de Argentina y Cuba. Recuerdo que ni bien llegué al hotel Colina, ubicado en la zona de Vedado, lo llamé a su casa por recomendación de mi amigo y poeta argentino Marcos Silber. De Fernández conocía algunos poemas incluidos en alguna antología de poesía cubana. Lo llamé y me atendió su mujer, Maruja, quien me pidió que volviese a llamar. Así lo hice y combinamos en encontrarnos al día siguiente en la sede de la Unión de Escritores Cubanos (Uneac), fundada en agosto de 1961 por el poeta Nicolás Guillén, con el objetivo de preservar el proyecto de justicia social e independencia nacional, en el que han empeñado sus sueños y esfuerzos tantas generaciones de cubanos. Fernández había sido uno de sus fundados junto a Roberto Fernández Retamar, Lisandro Otero, José Lezama Lima, Alejo Carpentier, entre tantos otros escritores destacados.


Allí en el edificio de la Uneac mantuve con Fernández una breve conversación. Le dije que quería entrevistarlo y me invitó a su casa en el barrio Miramar donde residía pero "con la aspiración de volver al campo, a la provincia, y a una poesía como aquella que tantas veces oí de mi madre", como me dijo.


Fernández había nacido en Central Delicias, en la antigua provincia de Oriente, el 2 de marzo de 1930. Publicó importantes obras como Los niños se despiden, Premio Casa de las Américas 1968; Otro golpe de dados, Salterio y lamentación… Cursó la primera enseñanza en su pueblo natal y luego se trasladó a Estados Unidos. Estudió en la Washington Irving High School de Nueva York hasta 1947. En Estados Unidos residió entre 1943 y 1959. Con el triunfo de la Revolución regresó a Cuba y desarrolló una intensa vida cultural que lo llevó, entre otras entregas, a ser director de la revista Unión y del Fondo Editorial Casa de las Américas.


El escritor cubano Virgilio López Lemus señaló que cuando Fernández publicó ‘Toda la poesía’ (1961), ya era uno de los mejores poetas de Cuba. Resumió su recorrido literario precisando que “en 1964 dio a conocer ‘El libro de los héroes’, su ofrenda al tránsito revolucionario cubano. Con ‘Aprendiendo a morir’ (1983) y ‘Campo de amor y de batalla’ (1984), el poeta extraordinario se había consolidado y ‘El sueño, la razón’ (1988) daba fe de ello. Sus obras narrativas, con su novela ‘Los niños se despiden’ (1968, Premio Casa de las Américas), y su labor como ensayista y crítico literario, fueron dándole cuerpo mayor a su obra, siempre atento a su ser verdadero: el de poeta, aquel que en 1999 ofreció ‘De piedras y palabras’, cuyos textos parecen cartas-poemas a sus amigos”.

Al día siguiente de nuestro encuentro en el edificio de la Uneac, esa mañana había amanecido con un sol radiante y junto con mi mujer, Vanina, tomamos un taxi hasta la casa de Fernández. Nos recibió junto a Maruja. Tenía frente a mí a uno de los escritores más importantes de la literatura cubana y de la historia de un país que desde 1959 apostó a la dignidad del hombre.



Fue una extensa charla, hablamos de sus inicios en la literatura, sobre la Revolución Cubana, la dirección del semanario Lunes de Revolución, de José Lezama Lima, de sus años que no publicó, de su amor por el tango, de su amistad con Julio Cortázar. La entrevista se publicó en la revista Koeyu de Venezuela y en alguna publicación literaria en Argentina.


Mi primera pregunta fue sobre sus comienzos en la literatura. Fernández me respondió:

“Mis primeros poemas aparecieron en Orígenes y en revistas de tendencias marxistas que se publicaban en los años 50 en Cuba, por ejemplo Nuestro tiempo. Llegué a La Habana y era un poeta conocido, pero no tenía libro publicado. En 1953 se publicó Salterio y Lamentaciones, un libro que rompía por completo con la poesía que se hacía en esos momentos en la isla. Pienso que ese libro estaba sacado de la literatura norteamericana pero no de la poesía norteamericana porque la generación de los beatniks es posterior. Aullido de Allen Ginsberg salió en 1955, el mío es de 1953.


También escribí una pieza de teatro dramático, Las armas son de hierro, que se estrenó en Nueva York con actores cubanos. Lo recaudado pasó al Movimiento 26 de Julio. Dos ejemplares vinieron para Cuba, uno de ellos para Fidel Castro que estaba en la Sierra Maestra, el otro para un amigo”.

Me interesaba esa decisión de Fernández de volver a su país una vez que triunfó la revolución.

“El 16 de enero de 1959 regresé a Cuba, unos días después de que Fidel llegara a La Habana. Permanecí un tiempo tratando de ver qué podía hacer, pero me fue imposible encontrar algo, así que volví a los Estados Unidos. En el mes de abril Fidel estuvo en Nueva York, donde yo vivía con mi mujer y una niña de dos años, y otra vez viajé a Cuba, pero también fue un fracaso y decidí irme definitivamente a los Estados Unidos y olvidarme de mi país”.


Cuando volvió le ofrecieron dirigir el semanario “Lunes de Revolución” en el que estuvo dos años y medio. Recordó ese momento de manera muy especial y contó lo siguiente:

“Lunes de Revolución era un semanario de muchos problemas, era un semanario yo diría de una libertad insólita en momentos en que se está gestando una revolución que cambia todas las estructuras posibles en este país. Era un suplemento que publicaba simultáneamente a Trotsky y a Lenin, y eso irritaba a los ortodoxos marxistas, a los no trotskistas. También se publicaron textos de James Joyce, Franz Kafka, Pablo Neruda, Gorki, Martí, Ginsberg… y entonces irritaba a todo el mundo. Había gente que ignoraba que se había hecho literatura durante dos siglos. En los comienzos de Lunes de Revolución comenzó con tan solo 8 páginas y se terminó haciendo de 64 páginas dedicadas a la literatura y al teatro hasta su última aparición en el año 1961; es decir que sufrió todas las contiendas por el poder ideológico desde 1959 a 1961. Poder ideológico que era el poder real. Al dejar de publicarse el semanario pasé a desempeñar funciones como secretario de redacción de Casa de las Américas, entre 1961 y 1962.


A fines de 1962 me enviaron como consejero cultural de la embajada cubana en Gran Bretaña, regresando en 1965 a Cuba. Sin trabajo, me dedico a terminar mi novela que había empezado en Nueva York hacía unos años Los niños se despiden, cuyo título me lo sugirió un escritor norteamericano y que en 1969 obtiene el premio Casa de las Américas. Unos años después, en 1969, se suceden algunos problemas con un libro de Norberto Fuentes y un poemario de Heberto Padilla, estábamos todos muy inmersos en la zafra y al otro año volvieron todas esas contiendas ideológicas, políticas y económicas”.

Entre 1964 y 1982 Fernández no publicó libros. Luego vinieron “Campo de amor y de batalla” que reunía dos libros publicados en España, “Un sitio permanente” y “Aprendiendo a vivir”; la publicación de dos novelas, un libro de poemas en Italia y en 1988 “El sueño, la razón”, una especie de antología de sus libros anteriores a 1982.

Sobre ese tiempo de no publicar, Fernández lo describió así.



“Yo vivía una revolución y entendía perfectamente a esa revolución y esa revolución se hace contra alguien o contra algo. Y esta revolución se hizo contra el imperialismo norteamericano, contra la burguesía cubana. Se hizo contra una tiranía, la de Fulgencio Batista, que alza en armas a los hombres y las mujeres en 1953. No se alzan armas contra los Estados Unidos sino contra la tiranía de Batista. Cuando todas esas cosas se hacen uno no sabe que la voz de un escritor, a no ser que sea muy vanidoso o muy tonto, puede ser importante. Un escritor debe respetarse escribir siempre y de escribir para publicar, claro está pero sin muchas aspiraciones. La obra por sí misma dirá, la obra tiene su propio destino y lo seguirá”.


Y agregó que en ese tiempo en que no publicaba en su país ocurrieron cosas:

“Mientras tanto ocurría en el país una campaña de alfabetización, que educaba a la gente a leer y a escribir, y ahora algunos son licenciados en ciencias y artes diversas. Y esos son los lectores que uno puede tener. Mientras ello ocurría yo tenía todo el tiempo para escribir. Si hubiera aspirado a otras cosas, como tener puestos en el servicio exterior o hubiera aspirado a ser una personalidad, aspirado a la fama, a la gloria o al dinero pues entonces si no hubiese tenido otra alternativa y me hubiese ido como se han ido muchos cubanos. Algunos han hecho obras meritorias y otros no hicieron nada, o dejaron de pintar, de bailar, dejaron de cantar, dejaron de vivir. En esos catorce años en que dejé de publicar, en mi país estaban pasando las cosas que yo quería que pasaran. Había una preocupación por la salud del hombre y la mujer cubana y que, además, tenían la posibilidad de educarse y trabajar.

Personalmente no tenía muchas ambiciones y eso me hacía vivir en una gran angustia y soledad. En resumen, si yo tuviese que vivir nuevamente, haría lo mismo y escribiría lo mismo. No me arrepiento de nada. He podido hacer todo lo que quise durante estos años, pero para hacerlo tenía que renunciar a otras cosas”.


“Yo creo que al final de todo esto, cualquier cosa que pase en Cuba en los próximos 15 o 20 años siempre será algo nuevo. De todo esto que pasó la cultura cubana fue una gran beneficiada”, explicó Fernández.

Y agregó:

“De no haberse producido la revolución, nunca, pero nunca, se hubiesen celebrado los cincuenta años de Orígenes, ni Lezama Lima hubiese publicado Paradiso. De no haberse producido la revolución no hubiese tenido la trascendencia que tiene en la actualidad la obra de Reinaldo Arenas o de Guillermo Cabrera Infante. De no haber existido esta revolución no se hubieran hecho películas como las de Octavio Cortázar, Tomás Gutiérrez Alea, Pastor Vega, no existiría una escuela de ballet cubana como hay; no habría 80 pintores cubanos en el mundo con muchísimo talento, que fueron educados en esa escuela que hizo la revolución. Esa misma revolución preparaba a la gente que iba a denunciar la intolerancia y hacía un instituto de cine y preparaba actores, actrices. La respuesta de la revolución es Fresa y Chocolate y el cine cubano y la literatura cubana. Ese es el resultado. Lo demás es totalmente ridículo, lo demás es mal intencionado, lo demás es resentimiento de pobres seres mal nacidos y que lamentablemente hay muchos en el mundo. Donde quieran que estén serán infelices, no tienen un asiento real , detrás no hay nada, es un vacío, una noche, un abismo”.

También se refirió al poeta José Lezama Lima, autor de Paradiso, entre otras emblemáticas novelas.


Fernández definió a Lezama como “el hombre más beneficiado por la revolución cubana, Lezama Lima vivió en una enorme humildad, para no decir pobreza, en una casa de La Habana, pequeña, oscura, húmeda, fría. Se debería leer su correspondencia de nuevo porque dice cosas como, por ejemplo, que nunca hubiese publicado Paradiso de no haber existido la revolución. Entre 1944 y 1954 publicó Orígenes y nadie sabía qué era Orígenes. Acaso lo sabía Wallace Stevens, que era amigo de José Rodríguez Feo, lo sabía Juan Ramón Jiménez, amigo de Lezama, o Victoria Ocampo o Cernuda, tal vez Ezra Pound y T.S. Eliot que autorizaron traducciones de sus poemas”.


En un momento le pregunté cómo se definía y me contestó:

-“Vital, lleno de encantamiento, de sueños”. Citó a José Martí, quien decía que temía morir joven por no haber sufrido lo suficiente. “Para mí ha sido muy totalizador haber conocido a la gente más atractiva de este siglo”.

Recordó especialmente a Julio Cortázar “un ser de una grandeza humana, conmovedora y de una ternura, hasta diría física”.

En un momento, miró a su alrededor y señaló la mesa del amplio comedor: “En febrero de 1971 estaban allí sentados José Lezama Lima y su esposa, Mario Vargas Llosa, Julio Cortázar, Jorge Edwards, Miguel Barnet, Heberto Padilla. Esos momentos eran de gran unidad y gran fortalecimiento. Ese día Lezama Lima dijo una frase memorable ‘Ni en la Atenas de Pericles hubo tantos ilustres juntos’”.

Por último afirmó: “si no hubiese sido poeta no estaría viviendo en Cuba, de no haber existido la revolución yo sería otra cosa, por supuesto estaría vivo, pero sería otra persona”.

Ese día en La Habana conocí a Maruja, su mujer. Después leí en un poema titulado "Suite para Maruja": "sólo tú y yo sabemos, Maruja, vida mía, que lo ganamos todo".

Recuerdo que cuando nos despedimos después de varias horas de conversación, nos dimos un abrazo, y nos dijo a mí y a Vanina, mi mujer, "Sean buenos y perfumados".

Cuando un hombre, un escritor afirma "La poesía es la que determina mi destino" o "De no haber existido la revolución, yo sería otra persona", estamos frente a la verdad de un hombre, a la certeza de un destino, de un hermoso destino.


Unos meses después, en noviembre de 1995, volví a encontrarme con Pablo Armando Fernández, pero esta vez en Buenos Aires. Viajó para dar una serie de charlas y recitales de poesía. Entre ellos en el café Montserrat en la calle san José en pleno corazón de San Telmo. Ahí tuve el enorme orgullo de presentarlo, de decirle lo que sentía por su poesía, por su vida, por su postura frente a la vida, al amor, a la poesía. Después de mis palabras de presentación, de agradecimiento por su presencia en Bs. As., dijo "creo que este reencuentro estaba todo perfectamente dibujado en un gran mapa que nos reúne a todos, a aquellos que deben encontrarse. Así es la amistad, así es la vida. También hay desencuentros, pero a nosotros eso no nos interesa. Esos desvíos, esas torceduras siempre tienen arreglo". Dijo también que "toda mi memoria porteña es literaria, es el tango, es la poesía porteña, es la novela, es el cine, las calles".


Durante varios años nos enviamos cartas y luego correos electrónicos, y siempre recordamos esos encuentros, esa amistad. Me quedará por siempre tu poesía y tu abrazo, en la puerta de tu casa, y ese "Sean buenos y perfumados". Una frase como especie de contraseña para los tiempos que corren y que quedará en mí como señal de nuestra amistad.


Poemas de Pablo Armando Fernández


Parábola

Mi madre quiere que yo sea feliz, quiere

que yo sea joven y alegre;

un hombre que no tema al paso de los años,

ni tema a la ternura y al candor

del niño que debiera ser

cuando voy de su mano y la oigo repetirme

–para que no lo olvide– éstas y otras nociones.

Mi madre no quisiera avergonzarse de mí.


Mi madre quiere que no mienta, quiere

que sea libre y sencillo.

No quisiera verme sufrir,

porque el miedo y la duda

son males que padecen los adultos,

y ella quiere que yo sea su niño.


Cualquiera que nos viese

no la comprendería: en edad coincidimos

–no quiere que lo diga–,

aunque ella me dio vida

cuando tenía los años que tengo hoy.


Podríamos ser hermanos, ella un poco mayor.

Podríamos ser amigos: su memoria y la mía

corresponden a un tiempo en que ambos fuimos jóvenes.

(Yo era menor, pero recuerdo verla cantar feliz

entre sus hijos, compartir nuestra infancia).


Mi madre quiere verme luchar a toda hora

contra el dolor y el miedo.

Sufriría si supiera que a mi edad,

la de ella entonces cuando me dio a la vida,

yo soy su viejo padre y ella mi dulce niña.


Aprendiendo a morir

Mientras duermen mi mujer y mis hijos

y la casa descansa del ajetreo familiar,

me levanto y reanimo los espacios tranquilos.

Hago como si ellos –mis hijos, mi mujer–

estuvieran despiertos, activos

en la propia gestión que les ocupa el día.

Voy insomne (o sonámbulo) llamándoles,

hablándoles;

pero nadie responde, nadie me ve.

Llego hasta donde está la menor de mis niñas:

ella habla a sus muñecas, no repara en mi voz.

El varón entra, suelta su cartapacio de escolar,

de los bolsillos saca su botín:

las artimañas de un prestidigitador.

Quisiera compartir su arte y su tesoro,

quisiera ser con él. Sigue de largo:

no repara en mi gesto ni en mi voz.

¿A quién acudo? Mis otras hijas ¿dónde están?

Ando por casa jugando a que me encuentren:

¡Aquí estoy!

Pero nadie responde, nadie me ve.

Mis hijas en sus mundos siguen otro compás.

¿Dónde se habrá metido mi mujer?

En la cocina la oigo; el agua corre,

huele a hojas de cilantro y de laurel.

Está de espaldas. Miro su melena,

su cuello joven: ella vivirá…

Quiero acercármele pero no me atrevo

―huele a guiso, a pastel recién horneado―:

¿y si al volver los ojos no me ve?

Como un actor que olvida de repente

su papel en la escena,

desesperado grito:

¡Aquí estoy!

Pero nadie responde, nadie me ve.

Hasta que llegue el día y con su luz

termine mi ejercicio de aprender a morir.


Suite para Maruja

I


La primavera, dices, y escojo madreselvas,

geranios y begonias.

A casa vuelves con los pies mojados,

la falda llena de guisasos ásperos.

Verbenas sin olor en los cabellos

y, entre las manos, romerillo y malvas.


Dices, el aire, y cierro las ventanas,

busco el sillón más próximo a la esquina

donde libro y lámpara me esperan.

Y el aire es la mañana del sol, blanca,

la loca expedición de las hormigas,

pájaros y caguayos de astuta, fina lengua.

Tu canto por el patio saliendo del brocal,

los baldes y las piedras.


El sol, dices tranquila, y presuroso escalo

los templos más antiguos. Arenales recorro.

Duermo a la sombra ámbar de un dátil.

Y el sol es la ventana limpia donde te acodas,

sueltos la blusa y el cabello,

y es el camino al mar los viernes de la Pascua;

recoger gajos santos que ahuyenten los ciclones;

café que huele a cuaba ardiendo y sabe a madrugar

de plátanos, anones y ciruelas.

Son mis brazos ciñendo tu cintura

sin que lo sepa yo.

Y cuando dices es la noche, sueño

con países que anduve,

a los que vuelven mis pisadas

lentas y oscuras, para recobrarte.

Pero la noche no es lo que me pone

el corazón a repartirse en tiempos

que fueron míos. Pues la noche es tu voz

conversadora, tu voz que quiere ser

una palabra sola.


II


Cuando anochece espero

confiarte de una vez todo el espanto

que hay de día en mi pecho.

No es obsesivo gusto por la vida

plena del dios sin tiempo;

ni es el miedo a perder

el poder y la magia del poeta:

miedo a la muerte y al olvido.

Lo que me pone el corazón pequeño

cuando anochece y estoy contigo, a solas,

es oírme las dóciles palabras

que te ocultan que miento

cuando te digo que aún no tengo miedo.


III


Casi siempre y solos,

en el portal hablamos, claro, los dos,

(o en la cocina, que es igual)

de los amigos; sus nombres son palabras

que yo elijo como quien gusta

de una flor o de un fruto: una joya remota

que tú guardas, amor.

Tú, misterio inacabable

que juntas, hora a hora, mi ser

disperso entre recuerdos que no hemos compartido.

Nombres inalcanzables que el niño rememora

en una adolescencia fugaz.

Me desconcierta haberlos olvidado.

Nombres presentes, míos de hoy, huyendo,

ruidosos, en silencio,

a nuestra soledad.

Nuestra.

Yo me duelo. ¿Sabes?: los días nos corroen.

¿A quién hablar? ¿A quién el corazón

darle de par en par?

Sufro, hasta que tu remansas mis sospechas

contándome una historia

de niños malos que resultan buenos

y niños buenos que la historia infama.


IV


En voz baja decir, amor, tu nombre,

junto a ti, a tus oídos, a tu boca.

Y ser ese animal

feliz que junta sus mitades.

En voz baja o sin ella, muda

la boca revertida a su unidad:

silencio inaugural que a verbo y carne

otorga nueva vida.

Los ojos, ciegos, de regreso al todo:

luz revelando mundos

como fueron o son, como serán.

Vueltos a ser alegría del otro,

uno consigo mismo en compañía.

Una vida otra: la tuya; tan amada.

Volver a ser origen sin tristeza

o dolor, sin miedo, sin nostalgia o con ellos;

tú y yo, nuestros recuerdos y cenizas.


Lo que sé

Yo que he hablado en lenguas

Conozco la piedad que mora en las palabras:

Llovizna, asilo, hospital, penumbra.

Conozco la aflicción

que estas palabras ponen en el ánimo.

El fervor de conocer al triste.

Yo que lo sé,

Que he sido pobre, extranjero, sombrío.

Sé también que hay que humillarse

más allá del ruego,

hacia la sangre hasta dejarla limpia,

hasta sentir su transparencia

cuajada en la mirada,

hasta poder mirarle el rostro a la inocencia


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