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Un cuchillo de combate puede usarse para cortar malezas, abrir latas…… pero si es para combate, ya sabemos. A pesar de toda la tecnología que nos abruma, un soldado no puede andar en su equipo un cuchillo. Son los llamados armas blancas.


Nuestra pampa tiene historia de degüellos y despanzurrados. Nunca supe de otros cuentos más “de a cuchillo” que no sean los de Borges, quien parece haber conocido mucho el ambiente donde estos se sembraban, aunque no lo imagino a él con cuchillos. Tenía la costumbre de escribir yéndose por las ramas y haciendo, en muchos casos, una introducción explicativa de lo que iba a contar.

Trato de hacer, un poco, eso mismo, pero sin pretender ser el maestro. Y digo un poco porque los únicos datos que tengo son que la historia de la cual se trata está contada por el fulano que la vivió, y se supone que sucedió en un barrio de Buenos Aires, por los faroles se deduce. Además la parca es protagonista y conocedora de su trabajo. Una venganza, un rencor, tal vez por un trucada mal digerida, tal vez un robo de mujeres, quién sabe, pero estaba pendiente.


foto Ilustración
Borges - Foto Ilustración

El odio tiene siempre “un origen oscuro” (dice el escritor en su maravilloso cuento “El otro duelo”) y este que se cuenta no lo es menos.

En aniquilar al otro está el gusto.

Así es como se cuenta esta vuelta por intentar cumplir con lo que ha quedado sin

cerrar.


“Salí orillando la vereda. Guaranga de tan negra la noche. El farolito apenas se

animaba a echar una luz aguardentosa que no alentaba a los que estaban vivos. Seguí

los charcos calle abajo, esperando que fueran la línea de los cuchillos y que me

llevaran hasta donde yo quería.

Palpé los huesos que tintinearon y tomé el atajo, siempre dejando señales de

camposanto para poder volver.


Llegué hasta el arrabal y me detuve, silbando bajito una música de malevos. Al

fin encontré un zaguán, de los que esconden patios glicineros. El punto estaba

entreverado con una falda, urgido.

Mezclé el desconsuelo, la furia y le escondí en las costillas la faca.

No se movió el canalla, ni dejó de manosear a la mina. Entendí que yo no

estaba. Que mi vuelta era un invento. Ni tapias, ni madreselvas, ni varones, ni

percantas me vieron nunca pasar.

Los musiqueros que esquinaban el almacén guardaron los violines en la bolsa y

se perdieron en el sur.

Volví atropellando mis pasos, en la puerta me esperaba la flaca que no habla

nunca”


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