Bruno Di Benedetto el poeta patagonico por estos pagos
Lo tenía en mi memoria y cada tanto se atravesaba a la hora de los recuerdos. Porque siempre los recuerdos tienen la caprichosa autoridad de elegir una hora, la menos esperada, la menos deseada.
Bruno llegaba hasta allí y se sentaba a la orilla de mis pensamientos y solo escribía, se reía, hablaba, silenciaba y desaparecía. Aquel Centro de Escritores Patagónicos que habíamos creado con un puñado de poetas de este enorme sur de la Patria, lo tenía como uno de los referentes de Chubut. Había que hacer un esfuerzo para relacionar a Bruno tan tano con un Chubut tan poco tano. Él es escritor, y como tal, abunda en las palabras que dibujan historias en poemas, en calles, en veredas transitadas por sus amigos, sus amores, sus fantasmas.
Hace muy poco reapereció en las redes y confieso que me devolvió una alegría que no sabía que estaba escondida esperándolo.
Me di cuenta , al leerlo, que era él y solo él que en estos momentos debía compartir ese café que se derrama en una tarde, en un minuto, en un segundo. Cada vez que lea un relato, poema o lo que sea de su cosecha, lo voy a compartir con ustedes, los que en layapaweb encuentran ese espacio necesario para sentirse un poco mejor, un poco más amigo del universo. Aquí va:
Desde hace unos días, por razones que no vienen al caso, me puse a hacer la lista de todas las veces que me enamoré.
La lista incluye cosas, animales, momentos. Y hasta gente.
Mi primer amor fue una reja de madera pintada de verde. Mi padre me dijo: tenías menos de dos años, imposible que te acuerdes de eso.
Pero me acuerdo, y esa inútil reja de madera pintada de verde todavía sigue siendo para mí la materialización de la belleza.
Obviamente me enamoré de mi papá, de mi mamá y de mi hermana: eran todo mi mundo, y yo no era muy ducho en el tema.
Después me enamoré de un perro y dos perras. Todavía extraño pelaje, temperatura, olor, lenguas y cariño.
A los seis años me enamoré de Leonor, de sexto grado. Leonor era salvaje, líder, peleadora, olía a sudor y a sexo incipiente.
Yo no sabía, en ese entonces, qué era el sexo, pero me resultó lo suficientemente interesante. Una cosa linda y problemática, me dije. Vamos a investigar. Y me puse a investigar. De esa época vienen mis primeras pajas. Seis años. Una sana costumbre aprendida muy pronto en la vida. Y de vez en cuando la sigo practicando: es mi manera de conectarme con mi niño interior.
A los doce años, en un picnic en un Parque Pereyra Iraola lleno de ninfas fosforescentes, me enamoré de un olor insidioso y seductor. Le conté a mi hermana. Mi hermana, diez años mayor que yo, me explicó: ése es el olor de hacerse hombre. Tenía razón. Cada vez que deseo a una mujer, huelo ese olor a pino, a pájaro, a tierra podrida, a cielo con tormenta, a picnic arruinado por la lluvia, a imposible aún en lo posible, a perfume indispensable de otro mundo.
Después vino la adolescencia. Ahí gané el campeonato de la friendzone. Tengo una amiga de esa época que se va a reír mucho cundo lea esto. Pero qué manera de enamorarme, chamacos y chamacas.
Después, en una juventud bastante tardía, una mujer un poco mayor que yo me enseñó todos los trucos y todas las ternuras del amor.
No sé si está viva o está muerta, Pero vaya desde aquí mi ternura y mi agradecimiento. Esa mujer me conoció virgen y me parió adicto.
Desde ahí no paré de cojer.
Pero una cosa es cojer y otra, muy distinta, enamorarse.
Me enamoré de Puerto Madryn, la primera vez que la vi, bajando en el micro, tan blanca, tan flotando en el azul del mar.
Me enamoré de la poesía, porque la poesía es eso, ir bajando a una ciudad blanca desde un dolor azul.
Me enamoré de las ballenas, de la sequía, de las matas achaparradas de la estepa.
Una vez, en un partido de fútbol en La Isla de los Pájaros, me enamoré de un cachorro de guanaco, un chulengo, que se me cruzó camino al gol. Terminamos los dos revolcados en el polvo, tragando polvo, yo me lo quería comer a besos, chulenguito goleador.
Me enamoré de Borges, de Juarroz, del surrealismo.
Me enamoré de la madre de mis hijos.
Después me enamoré de una mujer que había conocido antes de conocer a la madre de mis hijos.
Asunto complicadísimo.
Ahora estoy enamorado de los misterios de la física, la poesía, la lluvia y de la muerte.
Una mujer que adoro me ha dicho que no.
Una mujer sabia que sabe que si dice sí, buena parte del universo se va al carajo.
Hay gente que, lo sepa o no, está a cargo del equilibrio del universo.
De esa gente me enamoro, de la que sabe decir sí, de la que sabe decir no.
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