Aquellas malditas digestiones
“Hasta que no hagan la digestión no se pueden meter al agua”. La frase, que era una orden más que una sugerencia, la habré escuchado centenares de veces durante mi niñez, igual que ustedes si ya acumulan varias décadas en el almanaque de su vida como yo.
Cuando uno terminaba de almorzar en verano tenía que esperar dos horas (por lo menos) para poder meterse a la pileta, al río, lago o cualquier lugar que tuviera un poco de agua refrescante, hasta que el estómago hiciera su trabajo. Comer mucho o poco daba lo mismo. La digestión era sagrada.
- ¿Por qué no nos podemos meter?, le preguntaba enojado a mamá July. - Porque te hace mal, contestaba ella. - Porque te morís, agregaba mi abuela Lala que nunca tenía filtros a la hora de ponerle dramatismo a cualquier tema.
Y así nos levantábamos de la mesa poco después de aquellos mediodías sofocantes con la resignación de no poder pisar el patio ni siquiera para ver cómo estaba el sol.
En el jardín de mi casa había una Pelopincho que nos había traído Papa Noel de regalo y para nosotros era el sueño de siempre que una vez se hizo realidad. La pileta de lona no era muy grande, pero para mis hermanos y para mí era lo más parecido a un pequeño océano donde buceábamos monedas o piedritas que tirábamos de espaldas para ver quién las encontraba primero. O disfrutábamos jugando con barquitos de papel o algún juguete flotador. Siempre en silencio para no molestar.
-Ya pasó más de una hora… ¿Podemos ir?, repreguntaba antes de que todos se fueran a dormir la siesta.
- Falta una hora y media más. Si van ahora les va a hacer mal, contestaba July.
- Y además se van a morir con un calambre en el estómago, refrendaba Lala.
Durante muchos años (creo que toda mi infancia) tuvimos (y seguramente ustedes también tuvieron) que soportar aquella regla, no solo en el patio de mi casa, sino en el club, el río o en la chacra de algún amigo de mis viejos donde íbamos a comer un asado y había un canal de riego que no podíamos pisar hasta que no hiciéramos la digestión.
Lo peor -más allá de la orden- era que nos habían convencido de aquella máxima aterradora.
Uno se comía una milanesa con puré, se tiraba a la pileta y perecía inmediatamente retorciéndose de dolores sin que nadie pudiera hacer nada. “Aquí yace Marito. No le hizo caso a sus padres, comió una milanesa con puré y se tiró a la pileta. Te recordaremos con cariño”, era el epitafio de la tumba que uno se imaginaba con espanto.
La medida recién se flexibilizó cuando nos convertimos en adolescentes ingobernables y como buenos púberes dejamos de creer en todo. Y así, con esa falta de miedos y los desbordes de arrogancia propios de la edad, comenzamos a ir solos al club y al río, almorzábamos cualquier cosa pesada o liviana, y ahí nomás nos zambullíamos, nadábamos y pataleábamos y salíamos y entrábamos vivitos y coleando como si nada.
Recién, buscando documentos médicos que desacreditaran aquel viejo mito para escribir este artículo, encontré uno en una página de un diario de España.
“El tema del corte de digestión al bañarse después de comer ha sido un mito arraigado en nuestra cultura, transmitido de generación en generación por nuestras madres y padres, abuelas y abuelos”, comentaba la periodista Elena Plaza, citando a especialistas de aquí y allá que explicaban en términos académicos qué pasa en nuestros estómagos cuando ingerimos alimentos y una serie de tecnicismos que no vienen al caso.
No deja de ser un aliciente que, más allá de nuestra comprobación empírica con el paso de los años, alguien con fundamentos médicos haya desterrado de una vez por todas ese maldito mito.
Sin embargo, hay preguntas que todavía siguen carcomiendo mis entrañas, aunque haya pasado tanto tiempo: ¿Cuántos chapuzones en la Pelopincho nos perdimos en aquellas sofocantes siestas de verano por haber respetado los tiempos de la odiosa digestión? ¿Cuántas milanesas más hubiéramos repetido si no hubiéramos intentado demostrar tantas veces –en vano- que si comíamos livianito no pasaba nada? ¿Y los ravioles?
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