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¿Acaso alguien puede saberlo?


Siempre digo que no voy a volver a pisar más un cementerio nunca más. Y sin embargo vuelvo, pese a mis promesas que parecen firmes, pero no son tanto. O se cumplen a medias. Es como que dentro de mí conviven una angustia que me aconseja que no vaya con una formalidad que me empuja a acompañar a familiares o amigos en esas despedidas tan tristes.


Nací y me crié al lado del cementerio, sobre la calle Tucumán, cuando la calle todavía era de tierra y mi perspectiva de ciudad terminaba en la calle Islas Malvinas.


Es curioso porque cuando era chico me fascinaba el cementerio. Durante mi infancia escuché no sé cuántas veces relatos sobre gente que cuando se moría iba a parar allí para siempre, en un nicho o en una tumba bajo tierra. Me parecía tan horrible como cautivante.


Y esa curiosidad se combinaba con el miedo cada vez que tenía que ir a buscar la pelota entre las tumbas cuando jugábamos los picados con los chicos del barrio en las noches de verano y uno pateaba demasiado alto. Había que cumplir con el reglamento: el que la tira la va a buscar. Alguna vez habrán leído mi relato sobre una experiencia inolvidable y aterradora que tuve.


Trepar por la pared que daba a la cortadita de la calle Teniente Ibáñez, ubicar visualmente la pelota entre las tumbas (cuando la luz de la luna ayudaba), saltar, recuperar el balón y volver a escalar por los nichos enfrentando lápidas con fotos de difuntos que quedaban a centímetros de mis ojos me generaba una catarata de adrenalina increíble que recién se terminaba cuando ya estaba del otro lado a salvo, en el mundo de los vivos.


En estos últimos meses tuve que enfrentar esa encrucijada de entrar al cementerio dos veces. La primera, cuando murió mi hermana Bettina, aunque esa tarde no fui. Y no lo hice por falta de coraje. Fue una tristeza infinita que me derrumbó y me dejó sin energía y voluntad. Había juntado todas las fuerzas posibles para ir al velatorio, pero despedirla en el cementerio era demasiado para mí.


El sábado pasado me ocurrió lo mismo con la repentina muerte de Miryam, la esposa de mi tío Aldo, una mujer adorable que se había hecho muy amiga de mi mamá y que también acompañó a mi hermana hasta los últimos días de su vida. Un ACV se la llevó sin que ella se diera cuenta, mientras se probaba ropa en un shopping. Una muerte absurda, incomprensible.


Es cierto que el dolor por la muerte de Bettina era mucho más grande, pero volví a dudar. Por un lado, me resistía a entrar a ese lugar con el riesgo de tropezarme con todos mis muertos, que a estas alturas ya son muchos, y de reavivar angustias escondidas que nunca terminan de apagarse. Pero también sentía que tenía que ir a acompañar a Miryam después de recordar la última charla que tuvimos sobre la finitud de la vida, lo traicionera que puede ser la muerte y la necesidad de disfrutar al máximo todos los momentos, aunque a veces no nos parezcan tan importantes... Finalmente fui.

La llegada al cementerio no fue tan dura como esperaba. En el ingreso me reencontré con mis primas, mi primo y mi otra tía, a quienes hace tiempo no veía; estuve con viejos pilotos que habían volado con Aldo en su juventud y que yo conocía de siempre, algunas ex azafatas que habían trabajado con Miryam... Hice sociales y saludé a mucha gente hasta que finalmente llegó el vehículo de la funeraria. Y ahí volvieron a sobrevolar mis fantasmas.


El cortejo avanzó lentamente por la calle principal del cementerio en medio de un silencio imponente, apenas quebrado por nuestros pasos, el motor discreto de la carroza fúnebre y algunos sollozos en segundo plano.


El lugar se veía prácticamente vacío. Mientras caminaba pude observar a una mujer joven llorando desconsolada al lado de un nicho y en una callecita interna había una señora mayor colocando flores sobre una tumba como si estuviera cumpliendo una rutina que -seguramente- ya había repetido muchas veces. Dos postales parecidas, pero diferentes: una herida nueva, una cicatriz vieja.


Era abrumador el microclima de emociones que tenía el cementerio aquel sábado a la tarde. Puertas afuera, la gente parecía transitar por calles y veredas despreocupada de todo, viviendo la vida, disfrutando a pleno el feriado de primavera y el sol que de a poco comenzaba a bajar en el oeste. Adentro era todo distinto: los cuatro paredones encerraban un eterno jardín sembrado de tristezas.


La ceremonia fue breve, sin palabras. El final, cargado de lágrimas. Un último "adiós", un sentido "hasta siempre". Solo quiénes estuvieron allí sabrán cómo expresaron su tácita despedida. Yo no pensé nada. O, mejor dicho, no podía pensar en nada. Solo lloré un poco, escondido detrás de mis anteojos.


Saludé a mi familia y a la gente que conocía y salí del lugar para reencontrarme con el mundo de los vivos, el de mi rutina cotidiana. Y así me fui despacio, tratando de amigarme con la tarde que de a poco volvía a verse bonita y alegre, intentando disfrutar los rincones de mi viejo barrio que siguen igual pese al paso de los años, recordando algunos momentos de mi niñez y juventud.


Por supuesto que volví a prometerme que nunca más pisaría el cementerio.

¿Lo cumpliré? Tengo dudas. No lo sé.


¿Acaso alguien puede saberlo?

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